Artículo de José Ignacio Alemany Bellido, socio-director de Alemany, Escalona & De Fuentes, publicado en Cinco Días el 8 de abril de 2010.
«Hace algo más de un año se promulgaba la ley que indujo el coma a nuestro impuesto sobre el patrimonio (IP), y lo hizo estableciendo con carácter general una bonificación del 100% de la cuota y suprimiendo para todo el mundo, no residentes incluidos, la obligación de declarar. De esta manera, el IP sigue legalmente vivo, logrando así que las referencias que otras leyes hacen a la del IP no pierdan su contenido, y evitando de paso que las comunidades autónomas caigan en la tentación de crear su propio IP.
Dos funciones tenía el IP: una, recaudatoria, a favor de las comunidades autónomas y de escasa cuantía a nivel global; otra, de control, ésta casi más importante y de la que se valía también la Administración del Estado.
En el furor de la pelea política previa a las elecciones de 2008 nuestros dos partidos principales coincidieron en la necesidad de eliminar el impuesto. Los argumentos esgrimidos se centraban en la primera de las funciones: por muchos motivos se coincidía en que no tenía sentido seguir gravando el patrimonio de los españoles. Pocos se hicieron eco de su función de control, y nadie le dio la importancia que tenía. No puede decir el Gobierno que no estaba avisado: ya en el Libro Blanco para la reforma del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) de 1998 el profesor Lagares y su equipo propusieron que las declaraciones de este impuesto incluyeran una relación valorada del patrimonio del contribuyente.
Es cierto que la Administración tributaria tiene medios para conocer una parte importante de nuestro patrimonio, fundamentalmente el inmobiliario a través del catastro y el financiero por la información que obtiene de las entidades de depósito, pero sin declaraciones completas del patrimonio se le hace muy cuesta arriba controlar la aplicación de determinadas normas, sobre todo del impuesto sobre sucesiones y donaciones (ISD) y del IRPF.
Pensemos en el artículo 11 de la Ley del ISD, cuando presume que forman parte del caudal hereditario los bienes que hubiesen pertenecido al causante hasta un año antes de su fallecimiento, o en el artículo 22 de la misma ley que, para el cálculo de la cuota tributaria, establece distintos coeficientes que varían en función del patrimonio preexistente del sujeto pasivo. En cuanto al IRPF, podemos mencionar el artículo 70 de su ley reguladora, que dispone que para aplicar la deducción por adquisición de vivienda habitual es preciso que el importe comprobado del patrimonio del contribuyente al finalizar el año exceda de su valor al principio.
Estos y otros supuestos nos llevaron en su día a concluir que el Gobierno no había medido bien las consecuencias de la reforma. La necesaria y aceptada supresión de la obligación de pago no tenía por qué llevar aparejada la eliminación de la obligación de declarar.
Es cierto que sin obligación de pago se reducen los estímulos del contribuyente para declarar. La posibilidad de ser sancionado pierde fuerza como acicate para presentar la declaración, pues la sanción es un porcentaje de la cuota dejada de ingresar, y cualquier parte de cero es cero.
No vean en lo que sigue una propuesta para restablecer la obligación de presentar la declaración del IP, pero, para el caso de que el Gobierno lo pusiera en práctica, debería establecer un estímulo a su cumplimiento. Este estímulo podría consistir en limitar la bonificación del 100% de la cuota a la parte de ésta que correspondiera al patrimonio declarado. Dicho de otra manera, no habría que pagar nada por el patrimonio declarado, pero si en el curso de un procedimiento de comprobación se descubriera patrimonio oculto, la cuota que le correspondiera no tendría derecho a la bonificación.
Con una medida de este tipo se incentivaría la presentación de declaraciones sin obligación de pagar cuota tributaria alguna. En paralelo a esta medida debería incentivarse la repatriación de patrimonio a nuestro país. Nuestra Administración tributaria debería estudiar primero y poner en práctica después medios para facilitar la vuelta a España del patrimonio que salió de nuestro país fundamentalmente en la segunda mitad del siglo pasado. Pero es esta otra cuestión de mayor enjundia cuya exposición precisa de mucho ánimo y mucho tiento, y habrá que dejar para otra ocasión.